TORMENTO Y MUERTE DE UNA BRUJA

Al principio, Francina Redorta negó que fuera una bruja. Pero todos en Menàrguens sabíamos que lo era. Y bien que lo confesó en cuanto la torturaron, entre alaridos de dolor, llantos, Dios míos e invocaciones a la Virgen. En la espalda tenía la marca del diablo, que afloró con agua bendita. ¿Quién podía dudar de sus tratos con el Maligno? Era vieja, viuda y pobre. Y preparaba pócimas y ungüentos. Recibió lo que se merecía.

Esta reflexión es ficticia. Francina Redorta, no. El 3 de octubre de 1616 la viuda de Miquel Redorta, de Menàrguens, en Lleida, fue condenada “per bruixa i metzinera” (bruja y envenenadora). La ahorcaron desnuda de cintura para arriba, como reflejó el escribano del proceso. Suyo es el único dibujo que tenemos de una bruja catalana, que se conserva en el archivo del monasterio de Poblet.

La edad media acabó en 1492. Francina Redorta fue una de las 400 brujas ajusticiadas en Catalunya mucho después, entre 1616 y 1622. Ya hubo ejecuciones antes. La primera conocida es de 1522, en la plaza del Rei de Barcelona, donde la Inquisición quemó a una mujer. Pero el periodo de 1616 a 1622 marca el apogeo de la caza sistemática de las culpables de las malas cosechas, sequías, inundaciones, muertes de bebés…

Aunque el cliché relaciona el Santo Oficio, la brujería y las hogueras, la inmensa mayoría de las víctimas catalanas fueron ahorcadas y no por orden de la Inquisición, sino de tribunales civiles locales. Así lo recuerdan historiadores como Teresa Vinyoles, Jaume de Puig, Agustí Alcoberro, Antoni Pladevall, Joan Bada y Josefina Roma, algunos de los expertos que colaboraron en la exposición Per bruixa i metzinera.

Per bruixa i metzinera ha sido y es desde el 2007 un gran éxito del Museu d’Història de Catalunya. La muestra ha recorrido el país y puede visitarse virtualmente. Su mérito es romper tópicos (como el de la Inquisición) y trasladarnos a un pasado no tan lejano como quisiéramos. Si hubiéramos vivido en la Catalunya del siglo XVII, muchos de nosotros suscribiríamos las palabras iniciales de este reportaje y sin necesidad de cursivas.

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Desde luego, eso pensaban una veintena de vecinos de Francina Redorta. Gentes como Jerónima Soldevila, Elisabet Canyelles, Mateu Oriola, Margarita Vivor o las hermanas Quexelós, una de las cuales declaró:  “Yo, señor, la tengo por bruja y envenenadora, como todos en el pueblo”. Hoy es posible el acceso íntegro a este proceso, en catalán y latín, gracias a la labor de hormiguita de la ilerdense Olga Olivera-Tabeni.

La historia le interesaba especialmente a esta artista visual porque sucedió muy cerca de su pueblo. A pesar de que no es paleógrafa, se involucró tanto en la investigación de los juicios por brujería en Catalunya que logró que un monje de Poblet le enviara las 38 hojas escaneadas del proceso contra Francina Redorta. La transcripción del texto formó parte del proyecto y libro artístico Temptativa d’inventaris, del 2019.

Como descubrió Olga Olivera-Tabeni, los denunciantes pudieron tranquilizar su conciencia. La propia acusada, una anciana de «unos 45 años» (mucho para la época), admitió los hechos y delató a otras presuntas adoradoras del diablo. Aunque al principio solo reconoció ser curandera, acabó haciendo “voluntaria confesión tras ser torturada”. Así lo reconoce el escribano, no se sabe si con ingenuidad o cinismo.

Las sospechosas era atadas sobre un banco y los verdugos les dislocaban los brazos. Si resistían este tormento, como hizo nuestra protagonista, las suspendían de los manos y les ataban a los pies pesos para aumentar el dolor. En su caso, y «para que dijera la verdad”, le colocaron sendas piedras “de dos arrobas” (unos 25 kilos cada una). Solo entonces, entre “gritos de misericordia”, dijo lo que querían que dijera.

Mató a niños y adultos con higos y manzanas envenenadas (imposible no recordar a Blancanieves). Emponzoñó la comida y el agua del ganado. Provocó pedriscos que arruinaron cosechas, y cometió “muchos y diferentes maleficios”. También dijo conocer a otras tres brujas, viudas como ella, a las que denunció con nombres y apellidos. Bajo torturas, quizá esas tres denunciarían a su vez a otras tantas. Y vuelta a empezar.

Le pasó a Francina Redorta. Pero también a la leridana Valentina Guarner, del Pallars Sobirà. O a las barcelonesas Maria Pujol, de Prats de Lluçanès, y Elisabet Martí, de Seba. Y a… El gran historiador Joan Reglà (1917-1973) estableció en 1956 la cifra de 400 ejecutadas en un capítulo de una de sus mejores obras, Els virreis de Catalunya (editorial Vicens Vives). Desde entonces, el dato ha sido comúnmente aceptado.

A pesar de su eterna leyenda negra, este episodio fue dramático en España, pero residual en comparación con la magnitud que adquirió en otros países. Entre 1450 y 1750 (¡1750, mediados del siglo XVIII!), “Europa vivió un intenso fenómeno represivo: la caza de brujas”, dice Agustí Alcoberro, doctor en Historia Moderna y autor de Pirates, bandolers i bruixes a la Catalunya dels segles XVI i XVII (Barcanova).

Lo peor llegó entre 1450 y 1500. Y, sobre todo, de 1580 a 1650. Hubo unos 110.000 procesos y 60.000 ajusticiamientos (el 50%, en Alemania, aunque solo el cantón suizo de Vaud registró 3.000 ejecuciones). También hubo brujos, pero ellas eran abrumadora mayoría por la sencilla razón de que “las mujeres son malas por naturaleza”, como sostenían dos inquisidores y dominicos alemanes, autores de un insólito best seller:

La martirizada Francina Redorta era natural de Menàrguens, pero podría haber nacido en otras localidades de Lleida, como Castelló de Farfanya, Montclar d’Urgell, Bellpuig o Torregrossa. O de Barcelona, como Lluçanès, Sallent, Santpedor, Manresa o l’Esquirol, donde hubo juicios parecidos. Los condados más afectados, sin embargo, fueron los del Rosselló y la Cerdanya. Aquellas 400 mujeres tenían algo en común.

Pocos lo han resumido mejor que el arqueólogo, naturalista y explorador Jordi Serrallonga: “Primero asesinamos a Hipatia, por ser mujer y sabia; después procesamos a Galileo, cuando nos sacó a bailar en torno al sol; quemamos a las brujas y hechiceras, en posesión de conocimientos médicos reales, y acabamos mofándonos de Darwin por osar plantear que descendíamos de un pequeño y peludo simio africano”.

Francina era una de esas mujeres de las que habla el profesor Serrallonga en Dioses con pies de barro (Crítica). Sus remedios consistían en sustancias naturales y trapos humedecidos en vinagre, además de oraciones y avemarías. Catalunya tenía una rica tradición que ha llegado hasta nuestros días: las remeieres y trementinaires. Estas herbolarias y curanderas se pasaban sus conocimientos sobre plantas curativas de unas a otras.

La trementina, de ahí el nombre con el que eran conocidas, era su producto estrella. Se obtenía de la resina del pino y tenía un sinfín de usos, desde repelente de insectos a desinfectante. Pero en una sociedad en busca de chivos expiatorios por fenómenos que no entendía, como las plagas que arruinaban los cultivos, la frontera entre las trementinaires y las metzineres se fue difuminando cada vez más y más.

No pasó en la noche de los tiempos. El último ahorcamiento de una bruja catalana es de 1767. El último juicio en nuestro país se celebró, en Sevilla, en 1789, el año de la Revolución Francesa y del siglo de las luces. Tampoco fue un fenómeno general en España, a diferencia de la persecución de los herejes y los judíos, hermanados con las hechiceras y adoradoras del diablo porque también se les acusaba de infanticidios y envenenamientos.

El castigo a los unos y las otras, culpables de todos los males habidos y por haber, era una cortina de humo ideal para desviar el malestar social. O una vía de escape para dirimir rencillas personales. La práctica generalizada de la tortura, que confirmaba los apriorismos de los torturadores, hizo el resto: las brujas existían, volaban en escobas y el demonio se les presentaba en forma de gran macho cabrío en los aquelarres.

Fuera de Catalunya, y con las importantes excepciones de los procesos de Zugarramurdi-Urdax, en Navarra, y Pancorbo, en Burgos, la caza de brujas apenas tuvo importancia en España. Ni hechos de un pasado remotísimo ni inquisitoriales. Todos los historiadores que han abordado la cuestión destacan que la caza de brujas en las tierras catalanas de comienzos del siglo XVII fue más un fenómeno civil y local que religioso.

De hecho, la propia Iglesia desautorizó los juicios contra las brujas en 1622 y serenó un poco los ánimos. Siguió habiendo procesos, ya lo hemos visto, pero aislados y con cuentagotas. Eso no justifica a la Inquisición ni exculpa a la jerarquía eclesiástica de sus desmanes anteriores o posteriores ni de su papel en el fanatismo de los fieles. Su tardanza en reaccionar propició que 400 mujeres fueran martirizadas y ahorcadas.

Una de aquellas inocentes fue Francina Redorta. Pensemos en ella cuando releamos los cuentos de hadas y brujas. Sí, pensemos en una desgraciada cuyo peor delito fue tener una señal en el omoplato izquierdo, la marca del diablo. Casi cualquier cosa servía ante los ojos de los cazadores para identificar a seres malignos: una verruga, un lunar, una cicatriz.

“¿Quién te puso esa señal en la espalda? ¿El demonio?”, le preguntaba el interrogador. Y ella lo negó mientras tuvo fuerzas para resistir los tormentos. Una vez se desmoronó, lo aceptó todo y contestó a preguntas que ya incluían la respuesta. Solo se mantuvo firme en una cosa. Dijo que las personas que la denunciaron, esas mismas personas que la mataron “per bruixa i metzinera”, le parecieron siempre “honradas y virtuosas”.

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